Después de casi dos años de pandemia creo que he dicho casi todo que podía decir sobre ella. Más que sobre ella debiera decir que es del comportamiento humano que he observado durante estos casi 24 meses.
De la ciudadanía, desde los mayores a los más jóvenes, hasta las autoridades de cualquier color político a lo largo y ancho de nuestro país.
Pero aún me faltaba reflexionar sobre una cuestión que jamás, a pesar de las barbaridades vistas durante este duro tiempo, pensé que tendría que hacerlo. Que tengo la sensación que será lo último que escriba sobre este tema.
Tampoco imaginé que el hacerlo con libertad podría acarrear tantas críticas, descalificaciones, incluso insultos de diferente tono y gravedad, que venían de un lugar u otro, dependiendo del color del mandatario que criticaba. Así es el mundo que nos toca sufrir.
Eso nos podría llevar a la conclusión de que vamos a salir de esta pesadilla peor como sociedad, más intolerantes e irrespetuosos con los demás, con sus opiniones cuando nos llevan la contraria y, sobre todo, más insolidarios.
Porque de los muchos adjetivos que han ido apareciendo sobre el comportamiento como ciudadanía estos meses; irresponsables, incompetentes, insensatos, quizás el más grave sea precisamente ese; insolidarios.
Para intentar paliar la gravedad de esta transformación, los “buenistas”, aquellos que son más bondadosos a la hora de analizarlo, señalan que ha sido sólo una parte pequeña la que ha traspasado los límites, que la mayoría “los hemos” respetado.
Si se pudiera hacer una encuesta desde la sinceridad con la pregunta: ¿alguna vez no ha respetado las normas de comportamiento, mascarilla, distancia, ventilación, en sus diferentes actos sociales, cenas, reuniones familiares, con amigos o compañeros, conciertos, bares, espectáculos, etc.? ¿Cuántos diríamos que sí?
Me temo, y seamos sinceros, que estaría muy por debajo del 50 %. Luego no podemos, no debemos decir que es sólo una minoría la que infringe, la que es irresponsable, porque nos haremos trampas al solitario.
Pero esta situación que ha ido agravándose a medida que pasaba la pandemia, está llegando al límite en los últimos días, o semanas.
Ayudada e impulsada por nuestros incompetentes dirigentes, que en cada bajada de ola y van nada menos que seis, han relajado medidas antes de tiempo lanzando un equívoco mensaje de normalidad.
Por eso ver las imágenes de estos días, los ocho millones de ciudadanos desbocados hacia un lugar de vacaciones, las miles de personas por las calles de Madrid, Barcelona o Vigo, o los bares, restaurantes, discotecas absolutamente colapsadas como si el virus ya no existiera, me lleva a la conclusión de que nos hemos convertido en una sociedad que ama el riesgo límite, con comportamientos suicidas.
Recurramos a la RAE que señala suicida como “dicho de un acto o una conducta que puede dañar al propio agente (a la propia persona, o en este caso en general, sociedad)”.
Ante esto lo que digamos aquellos que nos consideramos sensatos no vale absolutamente de nada, porque nos ven como gentes pesadas y amargadas, “viejos gruñones” que intentan aguarles la fiesta, sin ninguna autoridad.
Mientras, uno piensa que las autoridades han tirado ya la toalla y se han resignado a convivir con el virus en absoluta libertad, asumiendo el coste de sufrimiento y vidas humanas que produzca este comportamiento. Así nos va.
No sirve para nada clamar en el desierto y solo queda tocar madera y esperar que la suerte haga que la ruleta de la fortuna gire a tu favor y a la de tus seres queridos.
Como me dijo un anciano cubano que se mecía en su silla en un balcón de La Habana; “estoy aquí viendo la vida pasar”.
Eso queda, viéndola, sufriéndola en estos instantes y callado ante la inutilidad de mi voz que nadie escucha en este asunto.
Veremos…